Érase una vez una grandísima actriz de ojos enormes y expresivos llamada Giulietta Masina.
Un día Giulietta se casó con un director de cine italiano llamado Federico y se convirtió, por arte de magia, en la dulce Gelsomina, la compañera ambulante y nómada del bribón Zampanó(Anthony Quinn), que se la compra a su familia por 10000 míseras liras para que recorra con él las carreteras llenas de polvo y pobreza de la posguerra italiana.
Pasó el tiempo y Giulietta se convirtió, con ayuda del genial mago de su marido, en una soñadora de arrabal romano sin fortuna llamada Cabiria. La dulce Cabiria solamente quería que la quisiesen, pero lo único que encontraba después de todo eran noches malas y noches peores, casi siempre debajo de hombres de los que apenas sabía sus nombres en algún descampado en blanco y negro. Cuando Giulietta entra en Cabiria se produce el milagro, de esos que en el Cine no abundan demasiado. Pocas veces delante de una pantalla hemos sentido debajo de las uñas esas punzadas de emoción y compasión por las desventuras y desamores neorrealistas de esta dulce e inolvidable heroína de la desesperación, los charcos y las casas de hojalata llamada Cabiria, la dulce Cabiria, nuestra dulce Cabiria... ¿por qué lloras, Cabiria? Algún día caerá del cielo el ángel que esperas y te amará y sonreirá para siempre, como tú te mereces. Te lo juro.
Vendría luego- Federico se nos pone surrealista- un excéntrico ejercicio de barroco-espiritismo y plasticismo onírico titulado "Giulietta de los espíritus"... pero un poco más tarde se cuadrará el círculo, a media tarde de cualquier septiembre de la vida- en ese momento del crepúsculo en el que los pájaros dejan de cantar y se acuestan sobre las ramas y uno se da cuenta de que todo el tiempo que le queda es casi la mitad o menos del que ya lleva gastado- con "Ginger y Fred".
Ginger y Fred, Mastroianni y Masina, Amelia y Pippo, los horteras y ajados bailarines que tuvieron sus quince minutos de fama una buena tarde de claqué de hace treinta años haciendo chasquear los talones de los zapatos con la melodía del "Cheek to cheek" y ahora, de nuevo, se reúnen para su último baile en un cutre programa de variedades. Amelia y Pippo, Ginger y Fred, Masina y Mastroianni, arrastrando sobre la pista el baúl de toda una vida de cicatrices, nostalgias, tristezas... a cuestas con todo ese tiempo pérdido, sin magdalenas. Tratando de recomponer en un fugaz instante el dulce espejismo en el que una vez fueron felices y jóvenes y famosos con sus zapatos con tachuelas, sus piruetas y sus vestidos rosas y brillantes.
Un hermoso cuento otoñal sobre lo efímero que es todo. Los aplausos, las esperanzas, la juventud, la vida.
Así que érase que se era hace mucho tiempo una actriz de ojos grandes como platos llamada Giulietta Masina. Cuando Giulietta abría los ojos chispeaba la pantalla como un arco iris , se iluminaba la pequeña sala oscura y algo te pegaba un trallazo de emoción en el pecho y se quedaba a vivir para siempre dentro de ti. Cada sonrisa suya era un big bang o big crunch de estrellas y luz en el que parecía que iba a reiniciarse el mundo de nuevo en cualquier momento.
Y no lo he soñado. Fue con la tierna Gelsomina y con las vapuleadas noches de Cabiria, con la otoñal y vencida Ginger... cuando aprendí que en los libros y en el Cine existen cosas diminutas e invisibles que se te pueden incrustar dentro y que después ya no sabes cómo volver a sacarlas.
Bueno, también hay que decir que tampoco quieres que se vayan.
Colorín colorado, este cuento se ha acabado. Gracias para siempre, Masina, Gelsomina, Cabiria, Ginger.
Saludos de Jim.
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