Eran, más o menos, los tiempos en los que tener un balón, algo esférico y que botara lo suficiente,(aunque fuese una pésima simulación de plástico del famoso Tango)significaba ser casi el más popular del barrio.
Jugar al fútbol con calcetines viejos enrollados unos sobre otros era algo habitual en nuestra calle de padres fontaneros y madres amas de casa.
Tomábamos cualquier portalón de garaje y montábamos un "rebumbio"(ruido retumbante), que le llamábamos al asunto de colonizar la entrada de los autos, poner un guardameta(generalmente Enrique) delante y coserlo a pelotazos.
En lo único que estábamos federados por aquel entonces era en molestar a nuestros queridos vecinos a base de "punteirolos".
La idea se le ocurrió a alguien una gloriosa tarde de pipas y portal:
- ¿Y si nos hacemos unas camisetas con un número y nuestro nombre? Ninguna calle del barrio las tiene... ni la Páramo, ni Peruleiro, ni los de los Patios... vamos a arrasar.
Así que nos pusimos a ello. Éramos sobre unos 9 ó 10 amigos de la calle. Vendimos tebeos, sisamos a nuestras madres en la compra de los sábados en la tienda de Pepe, forzamos huchas de cristal del Banco Pastor para sacar 50 pesetas...
En la mercería de la señora Pilar compramos las ansiadas camisetas rojas una mañana. Las llevamos a un taller que estaba cerca de la Plaza del Comercio a que nos pusiesen un número y el nombre. Yo era el 6 y Luis. Javi el 4. Rober el 3. Arturo el 7, etcétera.
Recuerdo perfectamente el día que nos dieron las camisetas serigrafiadas y nos las pusimos encima. El orgullo y la felicidad que se reflejaba en nuestras caras de niños de 10 años era tan evidente e intenso que casi se podía haber moldeado como el barro para hacer figuras de algo.
Una de esas sensaciones de plenitud que siempre permanecen frescas en el interior, independientemente de todo el tiempo que nos haya empujado por detrás hacia el ahora.
Aquellos sábados eran sagrados. Las camisetas rojas tenían que estar limpias y lavadas. Todas. No podía faltar una sola. No podíamos desafinar. Esa era nuestra gran preocupación: estar presentables, pues casi siempre jugábamos contra otras calles de los alrededores en las pistas del Calasanz o Masculino. Perdíamos tantas veces que ya ni nos importaba. No éramos demasiado buenos pero tampoco excesivamente malos, aunque los demás solían ser mejores.
Pero eso nos daba igual a Javi, a Rober, a Alejandro, a Arturo, a mí... nosotros lucíamos con orgullo y dignidad nuestra camiseta roja con número y nombre serigrafiado a la espalda y ellos no. Ya no éramos una banda. Éramos un grupo más o menos organizado. No, mucho más, muchísimo más: un equipo ordenado que sabía encajar y gestionar con deportividad sus victorias y derrotas. Un equipo ordenado con una camiseta para cada jugador con su número y nombre a la espalda, lo que ya era bastante para aquellos tiempos y aquel barrio.
Nunca ganamos un Mundial.
Nunca nos dieron un solo duro por habernos dejado la piel en un partido.
Nadie vino a vernos jugar, y menos a aplaudirnos.
Nunca salimos en los periódicos ni besamos a una hermosa novia de ojos verdes después del partido para regocijo de los telespectadores.
Nunca fuimos héroes de nada ni representamos a nadie más que a nosotros mismos... pero éramos la roja de nuestro barrio. Una sola camiseta para cada uno. Recién lavada cada nuevo sábado.
Lo que sí os aseguro es que si hubiésemos apelmazado y modelado convenientemente aquella felicidad de niños de 10 años que sentíamos entonces con nuestra camiseta roja encima, podríamos haber llenado de radiantes y sinceras estatuas sonrientes cada esquina de la ciudad.
Y que, por favor, nadie vuelva a preguntarme si me gusta el fútbol. Sacad vuestras propias conclusiones.
Y que nadie me diga que no se puede ser feliz con casi nada. O que casi nada no es casi siempre la verdadera y mejor fórmula para correr en paralelo a la felicidad.
Saludos redondos de Jim.
Corred siempre en paralelo o transversal, pero corred.
Jugar al fútbol con calcetines viejos enrollados unos sobre otros era algo habitual en nuestra calle de padres fontaneros y madres amas de casa.
Tomábamos cualquier portalón de garaje y montábamos un "rebumbio"(ruido retumbante), que le llamábamos al asunto de colonizar la entrada de los autos, poner un guardameta(generalmente Enrique) delante y coserlo a pelotazos.
En lo único que estábamos federados por aquel entonces era en molestar a nuestros queridos vecinos a base de "punteirolos".
La idea se le ocurrió a alguien una gloriosa tarde de pipas y portal:
- ¿Y si nos hacemos unas camisetas con un número y nuestro nombre? Ninguna calle del barrio las tiene... ni la Páramo, ni Peruleiro, ni los de los Patios... vamos a arrasar.
Así que nos pusimos a ello. Éramos sobre unos 9 ó 10 amigos de la calle. Vendimos tebeos, sisamos a nuestras madres en la compra de los sábados en la tienda de Pepe, forzamos huchas de cristal del Banco Pastor para sacar 50 pesetas...
En la mercería de la señora Pilar compramos las ansiadas camisetas rojas una mañana. Las llevamos a un taller que estaba cerca de la Plaza del Comercio a que nos pusiesen un número y el nombre. Yo era el 6 y Luis. Javi el 4. Rober el 3. Arturo el 7, etcétera.
Recuerdo perfectamente el día que nos dieron las camisetas serigrafiadas y nos las pusimos encima. El orgullo y la felicidad que se reflejaba en nuestras caras de niños de 10 años era tan evidente e intenso que casi se podía haber moldeado como el barro para hacer figuras de algo.
Una de esas sensaciones de plenitud que siempre permanecen frescas en el interior, independientemente de todo el tiempo que nos haya empujado por detrás hacia el ahora.
Aquellos sábados eran sagrados. Las camisetas rojas tenían que estar limpias y lavadas. Todas. No podía faltar una sola. No podíamos desafinar. Esa era nuestra gran preocupación: estar presentables, pues casi siempre jugábamos contra otras calles de los alrededores en las pistas del Calasanz o Masculino. Perdíamos tantas veces que ya ni nos importaba. No éramos demasiado buenos pero tampoco excesivamente malos, aunque los demás solían ser mejores.
Pero eso nos daba igual a Javi, a Rober, a Alejandro, a Arturo, a mí... nosotros lucíamos con orgullo y dignidad nuestra camiseta roja con número y nombre serigrafiado a la espalda y ellos no. Ya no éramos una banda. Éramos un grupo más o menos organizado. No, mucho más, muchísimo más: un equipo ordenado que sabía encajar y gestionar con deportividad sus victorias y derrotas. Un equipo ordenado con una camiseta para cada jugador con su número y nombre a la espalda, lo que ya era bastante para aquellos tiempos y aquel barrio.
Nunca ganamos un Mundial.
Nunca nos dieron un solo duro por habernos dejado la piel en un partido.
Nadie vino a vernos jugar, y menos a aplaudirnos.
Nunca salimos en los periódicos ni besamos a una hermosa novia de ojos verdes después del partido para regocijo de los telespectadores.
Nunca fuimos héroes de nada ni representamos a nadie más que a nosotros mismos... pero éramos la roja de nuestro barrio. Una sola camiseta para cada uno. Recién lavada cada nuevo sábado.
Lo que sí os aseguro es que si hubiésemos apelmazado y modelado convenientemente aquella felicidad de niños de 10 años que sentíamos entonces con nuestra camiseta roja encima, podríamos haber llenado de radiantes y sinceras estatuas sonrientes cada esquina de la ciudad.
Y que, por favor, nadie vuelva a preguntarme si me gusta el fútbol. Sacad vuestras propias conclusiones.
Y que nadie me diga que no se puede ser feliz con casi nada. O que casi nada no es casi siempre la verdadera y mejor fórmula para correr en paralelo a la felicidad.
Saludos redondos de Jim.
Corred siempre en paralelo o transversal, pero corred.
6 comentarios:
Jim, puedes estar seguro que aún existen esos ruidos atronadores de las tardes de los sábados, domingos y veranos, golpeando esos esféricos sobre las puertas de metal,consecuencias de vivir en una calle peatonal. Horrible para quien lo sufre,agradable al recordarlo años después los autores de esos ruidos.Bonito relato Jim, y VIVA LA ROJA!!!!!!;-)
¿plástico? De plástico sería tu pelota, chaval. La mía lo ponía muy clarito "cuero sintético". Vamos, de plástico también pero parecía otra cosa.
Jim, siguen existiendo esos niños y, hoy, niñas que se pasan muchas horas jugando con su balón, la mayoría de las veces de plástico o similar a él.
Nuestra sociedad, sus costumbres, van cambiando, evolucionando, con el tiempo. Pero el sueño de un niño o de una niña con una pelota en los pies no cambia.
Vi a niños jugar con una pelota hecha de periódicos!!!
Lo mejor de jugar en la calle era que, de cualquier cosa, se hacía un juego, lo esencial es que hubieran niños. Mis mejores recuerdos de infancia son en la calle.
El brilé, fútbol, balonmano, incluso simulamos un campo de golf metiendo la bola en sumideros del agua. Daba igual si se ganaba o no, lo importante era que lo pasábamos muy bien.
Aquellos veranos largos y cálidos, aquellos niños que reían y corrían calle abajo, los partidos y las carreras, los patines y la bici. No hacía falta tener muchas cosas para disfrutar, lo único era tener ganas.
La felicidad se enconde en cada esquina sin buscarla, y los momentos felices son los más simples, el estar a gusto con lo que somos y cómo nos encontramos. Aunque sea jugando con un balón improvisado.
Creo que has captado la esencia de lo que es felicidad en este escrito.
Olga: Lo malo es que ni las calles peatonales lo son ya.
Fíjate en la Calle Barcelona, siempre llena de coches aparcados.
Pablo: Cuero sintético o polipropileno, Pablo. Lee la letra pequeña.
Malditos niños ricos de Monte Alto...!!!
Sura: Esos son los futbolistas que a mí me importan, los del balón con periódicos, y no los otros.
Toy: A lo del golf en los sumideros de agua nunca jugué. El golf no es nada proletario y nosotros no estábamos por nada que no fuese mínimamente revolucionario.
Saludos de Jim.
Que calles peatonales! con lo que jugabamos nosotros en la calle Paramo porque no tiene salida,supongo que ahora con tanto coche ya no se puede y la hucha del banco pastor, que si tirabas un poco se abria por abajo,que recuerdos! gracias por esta historia
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