-Déjeme que antes de nada, por si acaso después no puedo, le cuente algo... mi padre era una de las personas más divertidas que he conocido en mi vida. Pocas veces me he reído con alguien como con él. Bajito y de aspecto nervudo y serio por fuera, en el fondo era el típico guasón que se pasaba media vida gastando bromas a los demás y nunca conseguía, por más que parecía intentarlo, que nadie se enfadase con él. Recuerdo también que ni siquiera yo fui capaz de guardarle ni el más mínimo resentimiento aquella mañana de domingo de agosto, yo tendría sobre unos 8 ó 9 años, en la que me enseñó a andar en bicicleta.
Esa mañana le quitamos las dos ruedas pequeñas de seguridad a mi bicicleta y comencé a pedalear con la promesa por su parte de que vendría siempre detrás, acompañándome en todo momento. Con la confianza puesta en que mi padre me escoltaba y no me dejaría caer, me dejé invadir poco a poco por una sensación agradable y fuerte de velocidad, pedaleando cada vez con más facilidad y seguridad en mí mismo, hasta que oí la voz de mi padre a lo lejos, muy lejos, demasiado lejos para estar donde yo confiaba que tendría que estar, gritándome, entre estruendosas carcajadas, que él se iba ya tirando para casa y que me esperaba en el portal.
Así que entonces, cuando me sentí totalmente solo, me traicionaron los nervios, perdí el equilibrio y me caí. Gravilla en rodillas y un codo, alguna ligera contusión y poco más.
Mi padre no paró de reírse durante todo el camino a casa. Ya había tirado las ruedas pequeñas. Mi madre me echó la bronca a la vez que me embadurnaba de mercromina y mi padre todavía continuaba sonriendo y bromeando con desabrida dulzura acerca de mis heridas mientras yo contemplaba impotente como no era ni remotamente capaz de guardarle el más mínimo resentimiento por la penosa situación en la que ahora me encontraba- me dolía todo el cuerpo-, propiciada por su falta de palabra. Bicicleta.
Cursaba 3º de carrera y era mayo. Habíamos hecho novillos, pues hacía un día espléndido. Estábamos tumbados nueve o diez chavales y chavalas sobre la hierba con el sol cada vez más redondo y alto. Me levanté a comprar un helado de vasito de esos de dos sabores. Vainilla y chocolate. A la vuelta me encontré a una chica de 2º con la que había hablado en alguna ocasión-media docena de veces por los pasillos, en la biblioteca, en la cafetería... todo gracias a que nos había presentado un amigo común- y la verdad es que, por alguna extraña razón, desde el primer momento me había encontrado muy cómodo con ella, orbitando alrededor de aquel rostro amable y su perenne sonrisa, y así siempre que nos cruzábamos por el campus o las aulas nos sonreíamos y saludábamos con cierta cálida timidez, muy evidente, parecía ser, para todo el mundo menos para nosotros.
Hubo un breve silencio. Me fijé en que el sol del mediodía ya había coloreado sus hombros desnudos. Hacía calor. Le pregunté si quería un poco de helado de vainilla y chocolate. Ella dijo que sí. Yo le respondí que sólo tenía una cuchara. Y además era de plástico. Inaugurando amplia sonrisa, ella me comentó que le daba igual, que con una cuchara para los dos era más que suficiente, aunque fuese de plástico.
Volvimos cogidos de la mano al lugar en el que se encontraban los demás.
Cuatro años después se convirtió en mi mujer.
Cuchara.
Colocó las manitos sobre la mesa y me dijo:
- Manzana.
Tres años y ya decía abuelo y manzana. Cogí la manzana más madura del frutero, la menos verde, y la partí en láminas, como si fueran gajos de mandarina en forma de pequeñas lunas amarillentas. Ella abrió la boca y fue mordiendo una a una muy despacio, con esa parsimonia lenta e infinita de los niños pequeños que todavía disponen de todo el tiempo del mundo por delante para ser gastado.
- Abuelo, más manzana...
Usted ya sabe que me refiero a esos breves y eternos momentos en los que conseguí ser plenamente consciente de que mi vida había merecido la pena llegar a ser vivida. La paradójica diferencia entre lo que uno cree que busca y lo que busca en realidad estaba precisamente resuelta allí, y esa sencilla solución a la ecuación más compleja de todas, la de vivir, la del sentido de mi existencia, cabía dentro de los límites de tres únicas palabras: bicicleta, cuchara y manzana.
...
- Ahora te voy a decir el nombre de tres cosas que quiero que me repitas y que dentro de un momento recuerdes, ¿vale? ¡Sin apuntar, sin apuntar!! Bicicleta, cuchara, manzana.
...
- ¿Te acuerdas de las tres palabras que te he dicho hace un poquito? Eran tres palabras...
- No.
P.D: Bicicleta, cuchara, manzana son las tres palabras a recordar que forman parte del test para detectar el deterioro cognitivo, Alzheimer, de una persona. Tres palabras que los que comienzan a padecer la enfermedad no recuerdan cinco minutos después.
"Bicicleta, cuchara, manzana" es también el excelente documental dirigido por Carles Bosch sobre esta enfermedad neurodegenerativa que padecen Pasquall Maragall y otras docenas de miles de personas a las que le han caducado los recuerdos y para las que, de repente, su vida ha pasado a ser un impoluto folio en blanco.
Esa mañana le quitamos las dos ruedas pequeñas de seguridad a mi bicicleta y comencé a pedalear con la promesa por su parte de que vendría siempre detrás, acompañándome en todo momento. Con la confianza puesta en que mi padre me escoltaba y no me dejaría caer, me dejé invadir poco a poco por una sensación agradable y fuerte de velocidad, pedaleando cada vez con más facilidad y seguridad en mí mismo, hasta que oí la voz de mi padre a lo lejos, muy lejos, demasiado lejos para estar donde yo confiaba que tendría que estar, gritándome, entre estruendosas carcajadas, que él se iba ya tirando para casa y que me esperaba en el portal.
Así que entonces, cuando me sentí totalmente solo, me traicionaron los nervios, perdí el equilibrio y me caí. Gravilla en rodillas y un codo, alguna ligera contusión y poco más.
Mi padre no paró de reírse durante todo el camino a casa. Ya había tirado las ruedas pequeñas. Mi madre me echó la bronca a la vez que me embadurnaba de mercromina y mi padre todavía continuaba sonriendo y bromeando con desabrida dulzura acerca de mis heridas mientras yo contemplaba impotente como no era ni remotamente capaz de guardarle el más mínimo resentimiento por la penosa situación en la que ahora me encontraba- me dolía todo el cuerpo-, propiciada por su falta de palabra. Bicicleta.
Cursaba 3º de carrera y era mayo. Habíamos hecho novillos, pues hacía un día espléndido. Estábamos tumbados nueve o diez chavales y chavalas sobre la hierba con el sol cada vez más redondo y alto. Me levanté a comprar un helado de vasito de esos de dos sabores. Vainilla y chocolate. A la vuelta me encontré a una chica de 2º con la que había hablado en alguna ocasión-media docena de veces por los pasillos, en la biblioteca, en la cafetería... todo gracias a que nos había presentado un amigo común- y la verdad es que, por alguna extraña razón, desde el primer momento me había encontrado muy cómodo con ella, orbitando alrededor de aquel rostro amable y su perenne sonrisa, y así siempre que nos cruzábamos por el campus o las aulas nos sonreíamos y saludábamos con cierta cálida timidez, muy evidente, parecía ser, para todo el mundo menos para nosotros.
Hubo un breve silencio. Me fijé en que el sol del mediodía ya había coloreado sus hombros desnudos. Hacía calor. Le pregunté si quería un poco de helado de vainilla y chocolate. Ella dijo que sí. Yo le respondí que sólo tenía una cuchara. Y además era de plástico. Inaugurando amplia sonrisa, ella me comentó que le daba igual, que con una cuchara para los dos era más que suficiente, aunque fuese de plástico.
Volvimos cogidos de la mano al lugar en el que se encontraban los demás.
Cuatro años después se convirtió en mi mujer.
Cuchara.
Colocó las manitos sobre la mesa y me dijo:
- Manzana.
Tres años y ya decía abuelo y manzana. Cogí la manzana más madura del frutero, la menos verde, y la partí en láminas, como si fueran gajos de mandarina en forma de pequeñas lunas amarillentas. Ella abrió la boca y fue mordiendo una a una muy despacio, con esa parsimonia lenta e infinita de los niños pequeños que todavía disponen de todo el tiempo del mundo por delante para ser gastado.
- Abuelo, más manzana...
Usted ya sabe que me refiero a esos breves y eternos momentos en los que conseguí ser plenamente consciente de que mi vida había merecido la pena llegar a ser vivida. La paradójica diferencia entre lo que uno cree que busca y lo que busca en realidad estaba precisamente resuelta allí, y esa sencilla solución a la ecuación más compleja de todas, la de vivir, la del sentido de mi existencia, cabía dentro de los límites de tres únicas palabras: bicicleta, cuchara y manzana.
...
- Ahora te voy a decir el nombre de tres cosas que quiero que me repitas y que dentro de un momento recuerdes, ¿vale? ¡Sin apuntar, sin apuntar!! Bicicleta, cuchara, manzana.
...
- ¿Te acuerdas de las tres palabras que te he dicho hace un poquito? Eran tres palabras...
- No.
P.D: Bicicleta, cuchara, manzana son las tres palabras a recordar que forman parte del test para detectar el deterioro cognitivo, Alzheimer, de una persona. Tres palabras que los que comienzan a padecer la enfermedad no recuerdan cinco minutos después.
"Bicicleta, cuchara, manzana" es también el excelente documental dirigido por Carles Bosch sobre esta enfermedad neurodegenerativa que padecen Pasquall Maragall y otras docenas de miles de personas a las que le han caducado los recuerdos y para las que, de repente, su vida ha pasado a ser un impoluto folio en blanco.
Saludos de Jim.
3 comentarios:
Tremendo, Jim, vas mejorando día a día y escrito a escrito. Impresionante.
Carlos Raya
Paolo, un amigo que vive en Menorca, me contaba que puede estar toda una noche pescando a sus solas y en silencio, que no tiene miedo que está a gusto. "Tengo buenos recuerdos en los que pensar" dijo. Sentí que era un hombre en paz cuando dijo eso. ¡Qué mierda que a uno puedan arrebatarle eso!
Muy cierto, Inma.
Gracias, Carlos. Te debo una cena.
Saludos de Jim.
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