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sábado, 25 de agosto de 2012

AQUELLAS TIENDAS DE BARRIO


   Yo fui un niño feliz haciendo la compra en la tienda de mi barrio por variadas y numerosas razones: 10 pesetas por aquí en gominolas; quince pesetas por allá de siseo(a mí madre nunca le he salido muy rentable, todo hay que decirlo) que caían dentro del bolsillo para ser empleadas en la compra de algún tebeo de superhéroes de mis quince colecciones favoritas de Cómics Forum; una ocasión ideal para ponerme al día de los chascarrillos y rumores del barrio; el olor a pan recién hecho, donuts y queso...
   Para mí aquella pequeña tienda de la esquina de Pepe y Pilar fue un pequeño microcosmos en el que contemplaba ensimismimado-siempre he sido, desde niño, de carácter ascético y observador- aquel fascinante universo a escala, de naturaleza humana, animal y vegetal, compuesto por señoras(apenas había hombres) con bolsas y delantales, pedazos de bacalao salados colgados de ganchos, quesos con moscas y tambores de detergente Colón que llevaban dentro minerales de regalo.
   Una escuela de vida en la que me tengo pasado cientos de horas de contemplación y análisis de la realidad circundante. Casi más que en las enseñanzas regladas, la verdad, a las que siempre he sido más que reacio(y así me he quedado en un limbo extraño entre niño prodigio y adulto precario)
   
   Y es que yo, repito, era feliz en la tienda de Pepe y Pilar, entre las sabrosas manzanas rojas con gusano y los yogures amarillos de Danone, mucho antes de saber que los procesos de globalización e intensificación de los mercados agroalimentarios dejarían moribundo(solamente había unos Spar y un par de Economatos) al comercio tradicional, al trato familiar y a la venta bajo mostrador... para derivarnos por mandato de la ansiógena sociedad moderna de mercados perfectos y planificadas estrategias competitivas a las desangeladas e impersonales líneas de cajas, atendidas por cajeras silenciosas y mal pagadas. 
   Un frío multiverso de códigos de barras e insípidos productos light.

  Y es que hubo un tiempo en que las tiendas de barrio no se llamaban "comercio de proximidad" o "pequeño comercio", sino la tienda de Pilar, de Pepe, de la señora Carmen o de Dolores y Juan.  Allí aprendí que a las patatas les salen raíces, que la fruta con agujero es la más sabrosa, que hay que estar atento a las básculas, que las buenas lechugas traen bichos, que aunque cojas las gominolas o los tomates con las manos no te vas a morir de una infección. 
   También aprendí a reciclar las botellas de litro de cristal de Coca-cola(que tenía mucha más fuerza que ahora) y que los mejores huevos y chorizos son los de aldea, previo encargo de un par de docenas para el lunes.
   Me gustaba aquel pan que no era de chicle, que no venía envuelto en plástico y que podía durar una semana fresco; y aprender a sumar con Pepe, sin calculadora y a mano, en aquel papel marrón de envolver donde hacíamos las cuentas a medias y que después subía a casa para enseñar a mi madre. Y me gustaba hacer cola porque mientras aprendías a esperar te enterabas de todos los chismes y runrunes del barrio("que si el marido de la de encima del bar iba dando tumbos ayer por... que si el hijo de Mercedes, la de la droguería, se echó novia..."), como un Sálvame de Luxe familiar, cálido y cercano.

   Y  así, en aquellas mañanas y tardes en la tienda de mi barrio era yo feliz, porque sabía que si me olvidaba algo Pilar me dejaba llamar por teléfono a mi madre y que si me quedaba corto de dinero o no llevaba no pasaba nada, pues quedaba apuntado en la libreta( Mari: 123 ptas) y ya pagaría otro día. Fiar, se llamaba.
 Además de que siempre era el primero en coger el corrosco del bollo.

   - ¿Cuánto es, Pilar?
   - Doscientas treinta pesetas y dile a tu madre que el lunes le tengo los huevos... por cierto, ¿cómo anda tu hermana del catarro? ¿Ya está mejor?

   ¡Aunque solamente sea por esto, cómo no voy a simpatizar con Sánchez Gordillo!
   Saludos de Jim.


lunes, 13 de agosto de 2012

DESDE TOKIO CON AMOR: NUEVA FOTOGRAFÍA JAPONESA



   Lo que más me sorprendió de mi estancia en aquella isla es la confianza que los japoneses tienen en los japoneses. 
   Me explico.

   Un martes estaba cenando un delicioso takoyaki en un restaurante bastante bueno y barato del sur de Tokio y me fijé en que los dos hombres y las tres mujeres- creo, por su aspecto, que venían del interior del país- que estaban a mi lado, en sendas y contiguas mesas, tenían sus maletas y bolsos fuera del local, en plena acera, sin ningún tipo de protección. Y apenas las miraban o les echaban una rápida visual de vez en cuando.
   Más tarde, paseaba ensimismado por el hermoso barrio de Sumida contemplando cómo los departamentos exiguos de los japoneses permanecían con las puertas abiertas de par en par hasta altas horas de la noche(incluso en algunos hogares no se cerraban nunca las puertas exteriores), pensando en cómo esa hiperinflación de confianza contrastaba con la naturaleza suspicaz y aprensiva de los españoles, curtidos como raza  desconfiada ante la sempiterna amenaza de infatigables pícaros, descuideros y tunantes de tres al cuarto que no le sacaban el ojo a la faltriquera ajena.
   Los japoneses, pensaba yo, puede que sean tan confiados porque ya no les puede pasar nada peor que lo de Hiroshima y Nagasaki. Y tampoco me extrañó- ahora, al tenerlos tan cerca me fijaba más en estas cosas- que sonrían más que los españoles, pues tienen esos maravillosos festivales de linternas, con miles de farolillos de colores y figuras de dragones de papel engalanando sus calles y noches. Y es completamente imposible que alguien no expanda las comisuras de sus labios ante esos fastuosos espectáculos de luz, vivos colores y papel prensado.
   Imposible.

   Uno de mis lugares favoritos de Tokyo es el templo Meiji Jingu, un santuario sintoísta en pleno centro de la ciudad y que está rodeado de bosques y jardines. 
   En el templo de Meiji Jingu hay un gran árbol sagrado. Y alrededor de ese gran árbol sagrado hay unos paneles en los que los japoneses y visitantes cuelgan sus deseos en unas pequeñas tabletas(llamadas tabletas ema), esperando que se cumplan algún día.
   Así que yo también escribí y colgué allí mi deseo con la esperanza de que un día se cumpla.

   - Me gustaría visitar Japón alguna vez- garabateé en la tablita de madera.

   Porque la verdad es que nunca estuve en Japón ni en Tokio ni en ninguno de sus 23 barrios especiales. O igual soñé que sí estuve, no lo sé. Lo único que creo es que probablemente haya dejado mi deseo allí colgado, alrededor del árbol sagrado, sin haber estado. 
   Así que mientras espero que éste se cumpla algún día, visito Japón de la mano de Hazuki Natuno, Junku Nishimura, Sawako Obara, Hiroshi Nomura, Suwa Minoru, Ken Hayafune, etcétera. 
  La nueva e impresionante generación de fotógrafos japoneses.
  
   Porque viajar es también y sobre todo un estado de ánimo, por lo que es posible recorrer el universo sin moverse más que cuatro centímetros justos. 
   Los japoneses lo saben. Por eso se muestran tan confiados y sonrientes.













Saludos geek de Jim.