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miércoles, 12 de mayo de 2010

UNA SIMPLE CUESTIÓN DE FE


Lo confieso: aquella primera noche arrollé a un perro sin querer. No iba a demasiada velocidad pero el perro solitario salió de la nada y se cruzó en mi camino sin darme ni siquiera un par de segundos para maniobrar el coche y poder esquivarlo. Sentí el impacto de la carne y los huesos sobre el parachoques por primera vez y no me gustó nada. Más tarde me acostumbraría, aunque nunca lo llegué a disfrutar del todo. No soy un psicópata.
Bajé del automóvil y comprobé que la masa sanguinolenta que se movía espasmódicamente sobre el asfalto era un viejo perro vagabundo de raza indefinida. Un cruce de mil padres. Me miraba profundamente con la típica mirada confiada de los perros, que parece que suplican algo que nunca les podrás dar del todo y que siempre me hizo sentir algo incómodo. Como algo muy importante que ellos saben y te intentan transmitir con sus ojos inocentes pero tú no acabas de pillarlo.
Volví al coche y lo dejé allí. Había comprado mi nuevo automóvil- con todos nuestros ahorros- hacía tres semanas y no era plan de estrenarlo embadurnando la tapicería de sangre seca y el resto de fluidos que supura un cuerpo herido y casi moribundo.
- ... Elena me mata si mancho el coche nuevo- pensé mientras veía al animal convulsionarse por el retrovisor.

A partir de aquella noche las cosas, extrañamente, me comenzaron a salir bien. Muy bien. A mí, que nunca había tenido suerte en casi nada en esta cochina vida. Un inesperado ascenso y nuevo destino en el trabajo, mi mujer se quedó embarazada tras llevar dos años intentándolo con distintos tratamientos de fertilidad, nos cambiamos a un apartamento a muy buen precio y mucho más grande, céntrico y luminoso... incluso mis constantes migrañas mejoraron de la noche a la mañana hasta el punto de casi llegar a resultar inexistentes.
Todo nos iba tan bien que llegó un momento en que casi me vuelvo loco pensando que algún día aquella vida feliz podría desaparecer. Es verdad que me volví un poco maniático. No sé cómo se me pudo ocurrir lo de salir a buscar perros solitarios cada noche para atropellarlos, pero así fue. Me había salido bien la primera y casual vez y tenía que mantener esa buena racha a toda costa.

También tengo que decir a mi favor que la vida cada vez nos iba mejor a Elena y a mí, instalados como estábamos en nuestro nuevo y confortable mundo, y, si he de ser sincero, he de reconocer que no sentía ningún tipo de justificada culpabilidad por este nuevo hobby o imprevista superstición que me había inventado.
Yo lo llamaba "mi nueva fe", pues había vuelto a creer en algo desde que a los quince años sufrí mi primera y última crisis de fe y dejé de creer en Dios después de que mi madre muriese de cáncer de útero entre dolor y sufrimiento.
Por supuesto, Elena no sabía nada de esto de los perros.

Pasó bastante tiempo. Mi hija cumplió los cinco años y yo llevaba dos semanas saliendo por las noches a buscar perros solitarios pero nada, no aparecía ninguno. La oscuridad se los había tragado. Resultaba ingenuo pensar que ahora que lo sabían y se lo habían contando, ladrado, unos a otros, estarían todos escondidos en sus guaridas y callejones. Parecía una conspiración. Mi paranoia aumentaba. Últimamente las cosas no nos iban del todo bien y necesitaba recuperar la confianza, cumplir con el ritual de ofrenda y volver así a sentirme bien abrazando mi nueva fe.
Cero víctimas. Otra noche en blanco. Volvía a casa contrariado e inquieto, atajando por las callejuelas del polígono industrial vacío, cuando un hombre que empujaba un carrito de supermercado comenzaba a cruzar por el paso de peatones a paso muy lento. Barbudo y harapiento, con un gorro verde de lana cubriéndole la cabeza. Parecía un perro vagabundo.
Aceleré instintivamente. Mi nueva fe se había convertido en una verdadera obsesión. Sin perros, tenía que continuar alimentándola. Me había acostumbrado a la crueldad, si es que se le puede llamar así, y no sentía absolutamente nada por aquellas pérdidas que consideraba irrelevantes en comparación con la felicidad de los míos.
El impacto fue brutal. Salí de allí a toda velocidad.

Lo que nunca pude sospechar era que alguien me pudiera haber visto, pero así fue. Identificaron mi coche y tuve que reconocer la verdad: que dentro de mí había arraigado el convencimiento de que para disfrutar de una existencia más llevadera había que efectuar a cambio algún tipo de sacrificio, de enérgico ritual, para así mantener satisfecho al azar, a Dios o a lo que fuese.
Pero lo cierto es que perdí mi trabajo, Elena se divorció y se llevó a mi hija, le cuento cosas al psicólogo en la habitación... y me vuelve a doler la cabeza. Me dan bien de comer, tengo tiempo para leer y y reconozco que muchas noches tengo ese sueño recurrente y perturbador de unos enormes e inocentes ojos abiertos que me miran sin pestañear y me preguntan cosas que no sé responder.
Y yo sólo les puedo contestar que lo único que deseaba era ser feliz a cualquier precio y volver a creer en algo, lo que fuese.
Una simple cuestión de fe, como les digo yo siempre a mis cuidadores.

Saludos de Jim.

3 comentarios:

Olga dijo...

Profundo relato Jim.Todos nacemos con "FE", pero la hacemos diferente cuando cada uno de nosotr@s luchamos por conseguir una meta, una ilusión, tener algo que alcanzar. Pero cuando la lucha llega a su fin te quedas tan vaci@, que "FE" sólo pasa a formar parte de otra palabra del diccionario.

Pablo Arangüena dijo...

Jim, tu relato es cojonudo. Me he quedado flipado. ¿Para cuando tu primera novela?

Pablo Franco dijo...

La fe es por definicion irracional. La hay de muchos tipos. Puede ser una religion estructurada, una ideologia cuando se pasa de lo racional a lo patologico, fe en una persona (sea oi no la persona amada) fe en un grupo de personas (nuestro club de futbol). Nos hace irracionales, pero quizas sea eso lo que nos hace lo que somos. El problema viene cuando esa fe nos lleva a atropellar a los demas.